domingo, 20 de diciembre de 2015

Licancabur



5920 m de volcán que se alzan sobre San Pedro junto a una peligrosa combinación formada por tres personas con poco juicio y muchas ganas de experiencias nuevas  dan como resultado que nos regalemos la subida al Licancabur como colofón al muestreo. El universo se alía con nosotros para que nos toque un guía tan divertido como buen profesional que va a hacer que este proyecto sea un éxito. El Licancabur se sube desde Bolivia porque el lado chileno está sembrado de minas recuerdo de la dictadura de Pinochet. Así que después de tomar un mote con huesillos y hacer los trámites de aduana en San Pedro nos encaminamos hacia la frontera con Bolivia, una casetilla en medio del altiplano donde no hay nadie. Nos vamos a convertir en una expedición fantasma al Licancabur de la que no habrá registro oficial. Suerte que vamos bien acompañados. Pasamos la tarde admirando las lagunas blanca y verde, los flamencos, las gaviotas andinas y el paisaje sobrecogedor, extraterrestre, que nos rodea. Cientos de turistas vienen aquí todas las mañanas. Nosotros estamos solos. Somos unos privilegiados y lo sabemos. El paseo dura poco, toca mate de coca en el refugio y cena temprana porque la salida al Licancabur está programada para las 3 de la mañana. Después de la cena tenemos sesión de cine improvisado con el guarda del refugio, su mujer, la abuelita, las niñas lindísimas y dos soldaditos bolivianos a los que no imagino lidiando con el tráfico irregular que debe haber en esta frontera. Pobres.
Salimos de noche, me descubro emocionada y feliz de madrugar para esto. Un manto sublime de estrellas nos acompaña las primeras horas de la ascensión. Dicen que aquí se ven el triple de estrellas que en el hemisferio norte. No sé si es verdad pero desde luego lo parece. Hace frío y las manos y pies se resienten hasta que por fin nos toca el sol. Es un alivio y hacemos una parada larga. La subida es muy lenta y yo no noto nada especial hasta los 5200 m. A partir de 5500 la historia es otra y el corazón se desboca a pesar de intentar andar lentamente. Además del guía chileno vamos con un boliviano que creo que no entiende la palabra “despacio”, y yo le sigo un rato sin darme cuenta de que estoy haciendo el tonto. Menos mal que en uno de los descansos paro y nos reagrupamos. La subida es bonita, empina a partir de los 5100 m haciéndola más interesante, con rocas y trepadillas hasta llegar a una antecima desde la que, por fin, se ve la cumbre a 100 m. Llegar es, como siempre, emocionante. Y en este caso extraordinariamente hermoso. A un lado las lagunas, volcanes de colores y un salar a lo lejos, al otro lado El Gran Salar de atacama, y en el cráter una laguna y una colección de penitentes como recuerdo de la gran nevada de este año. Pero el sol es demasiado fuerte para poder descansar, hace calor, vamos con muy poca agua, y yo me olvidé la gorra. Errores que me van a costar un gran dolor de cabeza. Por si acaso, me uno al ritual de mascar hojas de coca en la cima aunque no funcionará. Muchos metros más abajo llego a la conclusión de que mi malestar no tiene nada que ver con la altura, lo cual es un alivio, y también de que debía haberme tomado el ibuprofeno que me ofrecían. Aunque así no hubiera podido saber si era la altura o la deshidratación, habría disfrutado del pedregal de bajada y de la compañía. Cuando finalmente nos reunimos abajo la sal, el agua y el paracetamol me devuelven a la vida, aunque casi vomite la sopa.
El Licancabur observa impasible como salimos corriendo de Bolivia.  Celebraremos la cumbre con una comida-cena y cerveza fresquita en San Pedro. Todos estamos cansados pero felices. Tanto que me hubiese ido al Lascar al día siguiente, si no fuera porque tenemos que acabar el trabajo que nos trajo aquí.

Ya a pocos kilómetros del aeropuerto de Santiago, tras un viaje 23 horas en autobús, pienso en lo intensamente que he vivido estas tres semanas. La aventura se acaba, y como siempre, quiero más. El balance del viaje es tremendamente positivo. Mi regalo de navidad incluye una amistad consolidada en el desierto, y la magia de la cordillera de Los Andes. Me atrapó de nuevo. Volveré, esto sólo acaba de empezar.

Atacama, otro nombre mítico

La cordillera de los Andes nos acompaña en el vuelo hacia el norte y cerca de Antofagasta se comienza a ver el desierto. Tierra, más tierra y nada más. Antofagasta es una ciudad grande, caótica, regida por la minería que es el principal motor económico de la región. Tiene, claro, un gran centro comercial (mall le dicen aquí) como ciudad chilena que se precie. Dicen algunos por aquí que Chile es más capitalista que los Estados Unidos.
Desde Antofagasta a San Pedro de Atacama hay más de cinco horas de desierto. Vamos subiendo desde el nivel del mar a los 2500 m, donde está San Pedro, y en el camino pasamos por el desierto puro donde llueve cada 70 años... Rectas infinitas en planicies de tierra. Lo más bonito comienza tras pasar Calama, bajando la cordillera de Domeyko, donde aparecen los Valles de la Luna y de la Muerte, con sus vetas de sales y grandes dunas de arena. Y abajo el Salar de Atacama, San Pedro y los volcanes que lo rodean. De película. Estoy en Atacama y me invade la emoción, el viaje había sido sorprendente hasta ahora pero esto lo cambia todo, lo lleva a otro nivel. Atacama es un sitio indescriptible, con su belleza árida, su grandeza, los colores y la buena onda que hay en San Pedro. A pesar de ser muy turístico y de haber duplicado la población en los últimos años aún conserva su encanto. Eso sí, hace mucho calor, es como estar en Cáceres en agosto pero con un sol aún más implacable. La radiación ultravioleta en el hemisferio sur es muy alta y a esta altitud más. Estar en la calle sin gafas de sol no es buena idea y pica la piel expuesta al sol. Lo mejor es refugiarse en alguno de los restaurantes que ofrecen jugos naturales de fruta. Es la única manera de recuperarse de la sequedad extrema ambiental. Sin embargo, San Pedro y el resto de pueblos del Salar son verdaderos oasis porque están situados en las quebradas que traen el agua del deshielo de la cordillera. El contraste entre la planicie del altiplano y las quebradas no puede ser mayor aunque en las calles principales de San Pedro esto no se note.
Voy aprendiendo cosas sobre los likan antai, el pueblo indígena de Atacama y sobre sus opciones para conservar parte de sus tradiciones a la vez que aprovechan las medidas de discriminación positiva del gobierno. También sobre la industria minera: en Atacama se sacan cantidades ingentes de cobre, y en el Salar se extraen más de dos tercios del litio mundial y se produce el 60% de los fertilizantes químicos a nivel mundial, fundamentalmente por la todopoderosa SQM, que pertenece al yerno de Pinochet (¡!). Nada como viajar para aprender. Me voy a pensar dos veces lo de usar fertilizante la próxima vez.

Cada día aquí es asombroso. Paisajes lunares, marcianos, y de repente, vegetación que salpica de amarillo y verde los ocres, blancos y negros del altiplano, y vicuñas, llamas, vizcachas y algún suri. Buscamos sitios que nos interesen en varias direcciones, cruzando el Trópico de Capricornio, subiendo a las Lagunas Altiplánicas, yendo en dirección a Argentina. Y así descubro que los motores diesel por encima de 4000 m no funcionan demasiado bien, sobre todo si tienen que subir de 2500 m a casi 5000 m en 42 km. Los muestreos aquí son más difíciles, el viento y el frío a 4700 m de altura no son buenos compañeros para estar trabajando en el campo, pero muestrear al lado de un geiser no es algo que una haga todos los días. Para qué nos vamos a engañar, esta es la parte que más disfruto de mi trabajo. Las vicuñas nos miran curiosas mientras intentamos identificar plantas y evitamos hacer esfuerzos innecesarios. A esta altura salir corriendo a por algo que se vuela te deja sin aliento.

Diciembre en Chile

30 de noviembre de 2015. En Santiago de Chile huele a verano, las tardes son largas y el cuerpo, que ya estaba en modo invierno, no entiende muy bien qué pasa pero lo disfruta igual. Nos quedamos en Lastarria, un barrio chic en el centro de Santiago, cerca de la Universidad y con muchos restaurantes. Es mi primer contacto con el sushi chileno, el ceviche, los coyuyos, el pescado y el pisco sour. Esto de venir con alguien que conoce el lugar es una maravilla. Me gusta el centro de Santiago, tiene un cierto aire europeo, excepto por los predicadores nocturnos y los cafés de señoritas.
Al principio me cuesta entender a los chilenos, hablan muy rápido y con expresiones y palabras que no conozco. Nada como unos días muestreando con un grupo chileno en los Andes para aprender. Aquí la magnitud de las montañas es diferente y la vegetación también. Es el inicio de la primavera en alta montaña y, además de bonito, es muy interesante. Acabamos recogiendo muchas más muestras de las planeadas, algo que se convertirá en rutina en este viaje.

Tras los primeros muestreos bajamos a Concepción, y de repente parece que nos hemos trasladado al centro de Portugal. Eucaliptos, pinos, acacias y todas las hierbas europeas rodean a Concepción. Esto sí que es invasión biológica. Durante mi primer asado chileno nos cuentan muchas historias del terremoto que asoló Concepción hace pocos años. Como si la naturaleza quisiera participar en la conversación todo tiembla de repente. Dura poco y nadie le da importancia, aquí no llega a categoría de terremoto aunque haya sido de 5,3. Es lo que tiene vivir en un país encima del Anillo de Fuego del Pacífico. Aquí en las playas hay avisos de que estás en zona de tsunami. Como para bañarse.


El día de descanso nos acercamos a Nahuelbuta, el parque natural donde la estrella es la Araucaria araucana. Después de tanta plantación de pino y eucalipto llegar a esta reliquia de bosque nativo es como entrar en otra dimensión. Las araucarias son enormes, extrañas, prehistóricas, y están acompañadas por dos especies de Nothofagus, las hayas del sur, formando un bosque lleno de líquenes. Es como estar en Parque Jurásico. El paseo que hacemos dentro del parque es hermoso, vemos pájaros carpinteros y cacatúas, y echamos de menos que aparezcan dinosaurios entre la niebla. El viaje ya está en su mitad, y como en todo buen viaje, la llegada a Chile ya se encuentra en un pasado muy  lejano. Mucha información nueva se condensa en estos días: paisajes, gente interesante, plantas y flores sorprendentes, y además trabajando.

A partir de hoy comienza la siguiente etapa que nos lleva al norte. Tomamos el bus nocturno de Concepción a Santiago. Recorremos las calles desiertas de Santiago a las seis de la mañana hasta conseguir desayunar en un local alternativo con Silvio Rodríguez de fondo. Nos da tiempo a trabajar y tener una reunión antes de tomar el avión con destino Antofagasta. No se puede decir que no aprovechamos los días.