domingo, 23 de octubre de 2016

Vida nómada



Hacía mucho tiempo que no volaba desde Oporto, o por lo menos esa es la sensación que tengo esta mañana cuando en mi cabeza se confunden mostradores de facturación y accesos al aeropuerto. Llego despistada, así que una vez pasados los trámites aeroportuários, decido usar el tiempo muerto en saborear un buen café portugués y una nata. Nada mejor para ponerme en el mapa.

Hace justo una semana estaba en un coche compartido al sur de España, de camino a Coimbra tras unas semanas ajetreadas de trabajo y coche. Toca analizar todo lo que hemos estado haciendo en el campo este año y eso lleva su tiempo. Como no todo va a ser ordenador y ciencia hubo tiempo para vinos, tapas y ver amigos, y para salir al monte a recuperar energías y vivir el cambio de estacion. El último fin de semana con tiempo veraniego lo aprovechamos paseando 40 km de la Alpujarra, con sus moras, higos y frambuesas maduras y dulcísimas, las primeras nueces y castañas, y con sus pueblos que huelen a jamón. Tres días después llegó la lluvia, tan necesitada, y en la parte alta de Sierra Nevada las primeras nieves. Como si el tiempo me quisiera hacer un regalo de despedida ese sábado amaneció despejado, un día de otoño fresco y con sol, inmejorable para disfrutar la nieve recién caída, abundante y blanquísima. El madrugón mereció la pena, por los colores del cielo, por la sombra de la sierra sobre Granada, y por pisar una nieve nueva y limpia que nos llevó a la cima del Veleta. Desde allí una vista fantástica de la Sierra, del Mediterráneo, y del mar de invernaderos de Dalías y El Ejido. Eso fue hace una semana. Dos días más tarde estaba en mi despacho. En menos de una semana ya estoy fuera. Esta vez para descubrir bosques de clima templado y lluvioso, que prometen paisajes espectaculares y un probable resfriado.

Últimamente no me da tiempo a acostumbrarme a estar en un sitio cuando ya me voy. Me siento como si estuviera haciendo un viaje continuo, como aquellos que escriben sus experiencias de varios meses de viaje por el mundo, pero sin dejar el trabajo que va siempre en la cabeza. A veces siento que es algo irreal, me despierto y no sé qué me toca hacer. También hay días que me descubro añorando una rutina que me permita ir al gimnasio, o apuntarme a clases de francés, o planificar una consulta médica. Esos días también me falta una guarida en la que refugiarme y firmaría por ser "normal". Pero sé que no tengo remedio, casi todo lo que leo son relatos de viajes y de caminatas con la consecuencia obvia de que cada vez hay más sitios donde quiero ir y menos tiempo para hacerlo.

Todo sería más fácil si existiera un solo lugar al que llamar casa donde juntar a todos los que quiero y al que volver cada vez. Pero ese es también el precio de viajar y vivir en varios sitios. Trocitos de corazón se van quedando repartidos por la geografía y (casi) nadie más parece notarlo.