Kathmandu nos despide con el Holi, el festival del color y del agua que marca el final del invierno y cuyo origen es tan antiguo que no está demasiado claro. Es una orgía de colores en la calle, de la que difícilmente se puede escapar en el centro de la ciudad. Para mí es una oportunidad única de diversión en este día marcado por nuestro vuelo de vuelta. Vamos a pie hasta Durbar Square, donde hay una gran fiesta con música incluida, y para cuando alcanzamos la plaza ya somos de al menos cinco colores diferentes. La mayoría de los que juegan al Holi son respetuosos, sólo te manchan si quieres y siempre de frente y con una sonrisa. Otra cosa es el agua que tiran desde las azoteas a cubazos y los niños con las bolsas llenas de agua. Estos alcanzan a todo el que pasa por la calle y no corre a tiempo. Hace calor y la verdad es que es muy divertido y los colores no nos quedan tan mal... Con el transcurso de la mañana aparecen grupos de adolescentes que ya no son tan simpáticos y damos la fiesta por concluida. Volvemos al hotel a lavarnos la cara para ir a comer y dejamos las calles de Thamel a los turistas veinteañeros.
Se nos acaba el viaje. Y me voy con la certeza de que ha sido demasiado corto. Quiero más. En cambio, me espera un viaje de no menos de 32 horas para llegar a Coimbra... y los intensos días pasados aquí se irán desdibujando en las horas de espera en aeropuertos volando hacia Occidente. La última parada antes de llegar a la paz de casa es una estación de tren. Todo me parece demasiado ruidoso, demasiado iluminado. Probablemente es solo por el cansancio provocado por las horas del viaje de vuelta...aunque me temo que ya siento la falta de los espacios abiertos e inmensos, de la kora en Lo Manthang y del aire fresco, vivo, de las montañas.