Tras
casi 20 horas de viaje, un rico cocido madrileño, que tiene tanto cariño como
sabor, y las horas de sueño arropada por la familia me devuelven a la vida. Un
día más tarde el sol y una gran sonrisa me reciben al otro lado de la frontera.
Deshago el petate perezosamente, contando pequeñas historietas del viaje y
recuperando lentamente la noción de realidad…hasta que horas más tarde me
despierto en mitad de la noche y reconozco el olor de las cocinas de leña de
los pueblos del Himalaya…el polar y el cortavientos colgados detrás de la
puerta cuentan así su parte del viaje.
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