5920 m
de volcán que se alzan sobre San Pedro junto a una peligrosa combinación
formada por tres personas con poco juicio y muchas ganas de experiencias
nuevas dan como resultado que nos
regalemos la subida al Licancabur como colofón al muestreo. El universo se alía
con nosotros para que nos toque un guía tan divertido como buen profesional que
va a hacer que este proyecto sea un éxito. El Licancabur se sube desde Bolivia
porque el lado chileno está sembrado de minas recuerdo de la dictadura de
Pinochet. Así que después de tomar un mote con huesillos y hacer los trámites
de aduana en San Pedro nos encaminamos hacia la frontera con Bolivia, una
casetilla en medio del altiplano donde no hay nadie. Nos vamos a convertir en
una expedición fantasma al Licancabur de la que no habrá registro oficial.
Suerte que vamos bien acompañados. Pasamos la tarde admirando las lagunas
blanca y verde, los flamencos, las gaviotas andinas y el paisaje sobrecogedor, extraterrestre,
que nos rodea. Cientos de turistas vienen aquí todas las mañanas. Nosotros
estamos solos. Somos unos privilegiados y lo sabemos. El paseo dura poco, toca
mate de coca en el refugio y cena temprana porque la salida al Licancabur está
programada para las 3 de la mañana. Después de la cena tenemos sesión de cine
improvisado con el guarda del refugio, su mujer, la abuelita, las niñas
lindísimas y dos soldaditos bolivianos a los que no imagino lidiando con el
tráfico irregular que debe haber en esta frontera. Pobres.
Salimos
de noche, me descubro emocionada y feliz de madrugar para esto. Un manto sublime
de estrellas nos acompaña las primeras horas de la ascensión. Dicen que aquí se
ven el triple de estrellas que en el hemisferio norte. No sé si es verdad pero
desde luego lo parece. Hace frío y las manos y pies se resienten hasta que por
fin nos toca el sol. Es un alivio y hacemos una parada larga. La subida es muy
lenta y yo no noto nada especial hasta los 5200 m. A partir de 5500 la historia
es otra y el corazón se desboca a pesar de intentar andar lentamente. Además del
guía chileno vamos con un boliviano que creo que no entiende la palabra
“despacio”, y yo le sigo un rato sin darme cuenta de que estoy haciendo el
tonto. Menos mal que en uno de los descansos paro y nos reagrupamos. La subida es
bonita, empina a partir de los 5100 m haciéndola más interesante, con rocas y
trepadillas hasta llegar a una antecima desde la que, por fin, se ve la cumbre
a 100 m. Llegar es, como siempre, emocionante. Y en este caso extraordinariamente
hermoso. A un lado las lagunas, volcanes de colores y un salar a lo lejos, al
otro lado El Gran Salar de atacama, y en el cráter una laguna y una colección
de penitentes como recuerdo de la gran nevada de este año. Pero el sol es
demasiado fuerte para poder descansar, hace calor, vamos con muy poca agua, y
yo me olvidé la gorra. Errores que me van a costar un gran dolor de cabeza. Por
si acaso, me uno al ritual de mascar hojas de coca en la cima aunque no
funcionará. Muchos metros más abajo llego a la conclusión de que mi malestar no
tiene nada que ver con la altura, lo cual es un alivio, y también de que debía
haberme tomado el ibuprofeno que me ofrecían. Aunque así no hubiera podido
saber si era la altura o la deshidratación, habría disfrutado del pedregal de
bajada y de la compañía. Cuando finalmente nos reunimos abajo la sal, el agua y
el paracetamol me devuelven a la vida, aunque casi vomite la sopa.
El
Licancabur observa impasible como salimos corriendo de Bolivia. Celebraremos la cumbre con una comida-cena y
cerveza fresquita en San Pedro. Todos estamos cansados pero felices. Tanto que
me hubiese ido al Lascar al día siguiente, si no fuera porque tenemos que acabar el trabajo
que nos trajo aquí.
Ya a
pocos kilómetros del aeropuerto de Santiago, tras un viaje 23 horas en autobús,
pienso en lo intensamente que he vivido estas tres semanas. La aventura se
acaba, y como siempre, quiero más. El balance del viaje es tremendamente
positivo. Mi regalo de navidad incluye una amistad consolidada en el desierto,
y la magia de la cordillera de Los Andes. Me atrapó de nuevo. Volveré, esto
sólo acaba de empezar.
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